Frutos dulces, raíces amargas
Por Roger
Martínez Miralda
Se atribuye a Aristóteles una antigua
sentencia que señala que la educación es una planta que tiene raíces amargas
pero frutos dulces. Es decir, que para que un proceso formativo produzca el resultado
deseado (una persona mejor, con valores bien asumidos y hábitos éticos firmes,
por lo menos), hay que llevar a cabo una labor que muchas veces será poco
placentera, que implicará exigencia y que no siempre será bien percibida y
comprendida por el sujeto que está siendo modelado. Y esto vale tanto para la
educación sistemática, para la escuela en sus distintos niveles y modalidades,
como para la educación familiar, para la crianza de los hijos.
Una escuela, un colegio, una universidad o
unos docentes que como se dice, de manera chusca en el argot popular, son un
“barco” que apenas lleva a los alumnos “de una orilla a la otra”, porque las
instituciones o los individuos prefieren no exigir y facilitan la promoción,
ganar clases o grados, pero no el aprendizaje y esto causa un enorme daño. Un
padre o una madre de familia que, con tal de mantener a la prole contenta, no
genera un marco de disciplina en la convivencia familiar, destruye el fututo de
los hijos y aporta elementos nocivos a la sociedad.
La inconciencia o la comodidad, que no creo
que lo hagan por maldad, de padres y profesores que excluyen la disciplina y la
exigencia, el rigor en la búsqueda de la verdad y el bien, terminan por dar
vuelta a la máxima para aconsejar raíces dulces mientras olvidan que obtendrán,
entonces, frutos amargos. Porque de exigir uno nunca se arrepiente pero de
dejar de exigir se arrepiente muchas veces.
El vago, el parásito social, el hombre o la
mujer carentes de carácter, de personalidad, nunca fueron exigidos; el indolente,
el perezoso, el “vivo” que medra del trabajo de otros, creció sin conocer la
responsabilidad, la rendición de cuentas, los correctivos que siguieran a la
faltas cometidas.
Educar, formar, requiere esfuerzo
sostenido, perseverancia, sacrificio. Un hombre o una mujer que no estén
dispuestos a pasarla mal alguna vez, a ser testigos de reacciones adversas, a
“bailar con la fea”, no pueden educar a nadie, no deben guiar procesos de
mejora personal de ninguna manera. Aquel que quiera cosechar frutos apetecibles,
que quiera enorgullecerse de su labor al contemplar los resultados de su
esfuerzo diligente, debe tener claro que antes deberá padecer. La sonrisa de un
hijo que va alcanzando cuotas de éxito personal o profesional es la
metamorfosis de unas caras largas, de bastantes noches de desvelo, de
tentaciones de desánimo. Pero, al final, podrá experimentar por sí mismo que
todo lo bueno cuesta y que vale la pena.
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